BREVES APUNTES BIOGRÁFICOS DE LA MADRE JUANA DE LA ENCARNACIÓN:

Venerable Juana de la Encarnación (1672-1715)

Juana Montijo de Herrera nació en Murcia el 17 de febrero de 1672. Sus padres, Juan Tomás Montijo e Isabel María de Herrera, aunque contrajeron matrimonio en Perú, decidieron volver a España antes que naciera su primogénita. La niña, de natural dócil, amable, agraciada e inteligente, desde muy pequeña fue educada en la piedad cristiana, en la práctica de las virtudes y destacó por su deseo de hacer bien a los pobres. Además estaba dotada para las letras; enseguida aprendió a leer con perfección el latín y el catecismo de la Iglesia Esto hizo que, contra la costumbre de la época, le adelantaran la primera comunión a los nueve años. Contaba once cuando un joven le dijo que iba a pretenderla por esposa. Aquellas palabras le despertaron a otras realidades y sentimientos hasta entonces desconocidos.
Los paseos y diversiones que antes sólo por indicación de su madre frecuentaba, ahora incluso los procuraba; en proporción iba creciendo el tedio para las cosas espirituales en las que tanto destacaba en esta corta edad. Tras unos cuantos meses con este nuevo tenor de vida, la víspera de la solemnidad de la Encarnación del Verbo, estando en cama, escuchó que la llamaban y descubrió en el silencio de su habitación una visión de Jesús con la cruz a cuestas que le decía: Quiero que seas religiosa y me sigas en mi Cruz. Esta gracia obró en ella una inmediata conversión. Acto seguido pidió a sus padres permiso para ingresar en el convento de Corpus Christi de agustinas descalzas, donde acogían niñas menores de 15 años y las formaban hasta que pudieran iniciar el noviciado que comenzaba a esa edad. Y, así fue, a finales de junio de 1684, con doce años de edad, ingresó en dicho convento de su ciudad natal.
El 5 de marzo de 1687 inició el noviciado con el nombre de Juana de la Encarnación y el 5 de agosto de 1688 realizó la profesión religiosa. Pasado un tiempo comenzó a experimentar una especie de melancolía y desgana hacia las obligaciones de la vida religiosa. Dejándose llevar de su estado de ánimo, comenzó a aflojar en el silencio y en la soledad, llegando incluso a permitirse ciertos ocios lícitos a los que antes nunca había cedido. Apareció de nuevo el joven que la pretendió, y aunque no mediaron palabras, sí revivió en ella aquella inicial vanidad y deseo de ser querida. Unos años antes se había instaurado la costumbre de llevar al convento la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno para ser vestida por las religiosas. Juana se encontró a solas frente a esta sagrada imagen de Cristo con la cruz a cuestas, y de nuevo y con más vehemencia, el Señor le dio tan clara luz de lo que Él esperaba de ella, que fue motivo de una conversión mucho más profunda que la inicial. Tres días pasó en lamentos y sollozos. Desde entonces sabía que el Señor la había escogido por esposa suya, y a Dios consagrará toda alma.
La oración fue la antorcha que iluminó su actuación. Solía meditar la Pasión de Cristo postrada con los brazos en cruz. También fue permanente en ella la penitencia, más admirable que imitable, incentivada por la contemplación de la Pasión de su Amado. Todo ello lo realizaba con gran discreción, pasando desapercibida de sus hermanas de hábito. Por su sincera humildad se consideraba la última de la comunidad. De ahí que le resultó un auténtico martirio el mandato de su confesor Sancho Granado de escribir una relación de su vida espiritual. Junto a la penitencia querida y buscada, sufrió fuertes enfermedades y otro género de sufrimiento. El demonio, que en años anteriores se le manifestó visiblemente tratando de impedir sus penitencias, durante cinco largos años, volvió con sus manifestaciones, esta vez provocando a la lujuria. Hombres y mujeres lascivos se le aparecían en actitudes deshonestas, cuyas imágenes se le representaban incluso al mirar las de Jesús y María.
En el convento ejerció los oficios de enfermera, sacristana y tornera. En 1711, con 39 años, fue elegida priora con la aprobación de toda la comunidad y la confirmación del obispo. No obstante, Juana de la Encarnación sostenía la inconveniencia de su persona para la realización del cargo, y por ello pidió y consiguió de Roma la dispensa de priora. Fue nombrada maestra de novicias, oficio que desempeñó durante sus últimos cuatro años.
Estos años finales fueron los más cargados de gracias espirituales y de manifestaciones extraordinarias. Sobre todos los dones divinos recibidos destaca la revelación y participación que tuvo de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo durante la Semana Santa de 1714, un año antes de su muerte. En obediencia a su confesor escribió una extensa relación de esta gracia. Estos materiales, una vez ordenados y arreglados por el jesuita Luis Ignacio Zevallos o Cevallos, su director espiritual, salieron a la luz pública en tres escritos distintos: Pasión de Cristo (Madrid 1720); Dispertador [sic] del alma religiosa (Madrid 1723), una selección abreviada y adaptada al Triduo Pascual de la obra anterior; y Vida y virtudes, favores del cielo, prodigios y maravillas (Madrid 1726).
La Pasión de Cristo expresa su deslumbramiento por la kénonis de un Dios despojado de su omnipotencia para hacerse hombre y morir en la cruz, acto de amor supremo, y a cuya Pasión pudo asistir espiritualmente Juana de la Encarnación, siguiendo a nuestro Señor desde el Cenáculo hasta el Calvario. El relato de estas visiones, inspirado en la Mística ciudad de Dios (1670) de María de Jesús de Ágreda, impacta al lector de todos los tiempos, no tanto porque cuente situaciones desconocidas de la Pasión de Cristo, aunque también encontramos novedades en la viveza y realismo con que muestra ciertas escenas, sino en el cómo interioriza todos aquellos acontecimientos, la reflexión que le motivan, y las consecuencias prácticas para su vida religiosa y espiritual.
En cada una de sus páginas, escritas con pureza de lenguaje y dulzura de estilo, comunica los sentimientos que tuvo Cristo durante las amargas y dolorosas horas de la Pasión, y la locura de amor de Juana, como demuestran las incesantes exclamaciones amorosas, por aquél que la amó hasta el extremo. En efecto, la obra de Juana de la Encarnación alcanza elevadas cotas en la denominada “mística de la Cruz” o “mística de la Pasión”, expresión que denota el misterio de la unión del alma con Dios, o experiencia profunda de despojamiento de sí mismo, de renuncia absoluta al ego hasta la identificación con el Crucificado.
Agraciada por Dios y combatida por el maligno, Juana de la Encarnación se vio de nuevo visitada por la enfermedad y el 11 de noviembre de 1715, con gran suavidad, discreta como había tratado de vivir, a la edad de 43 años, voló su espíritu al encuentro de su Amor crucificado y glorioso.




























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